Publicado el 29 julio 2011
Desde hace 88 años este caballo
de hierro corre (bueno, trota) por la sierra de Guadarrama. Es
tradicional y ecológico, pero Renfe no apuesta por él: reducción de plazas,
supresión de paradas, tarifas excesivas… Los vecinos han creado la Plataforma
en Defensa del Tren Eléctrico de Cercedilla (ver manifiesto). Nosotros lo defendemos divulgando
su muy larga y curiosa historia.
El 12 de julio
de 1923, al frisar las siete de la tarde, un aullido que no era de este mundo
resonó en el cóncavo de Siete Picos y, antes de que los pastores hubieran
acabado de santiguarse, se hizo tren en el puerto de Navacerrada. Gracias a las
revistas ilustradas de la época, podemos hoy reconstruir el minuto surrealista
en que los reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia, el obispo de Madrid-Alcalá,
el ministro de Fomento, el gobernador civil de Madrid, el director de
Agricultura y otras autoridades se apearon en mitad de la nada y, pues no había
dónde brindar por la inauguración del ferrocarril, encendieron unos pitillos
–el rey fumaba asaz– y se marcharon.
Casi 90 años
después, el puerto de Navacerrada no lo reconoce ni la madre que lo parió, pero
el tren de vía estrecha proyectado por el ingeniero José de Aguinaga y Kéller
sigue siendo, en sustancia, el mismo armatoste entrañable que aullaba a 30
kilómetros por hora en las tardes de lobos de la sierra. En tiempos de alta
velocidad y levitación magnética, el Eléctrico –como lo conocen todos los
amantes de la sierra del Guadarrama– mantiene viva la épica del ferrocarril, la
épica también de aquellas jornadas montañeras que empezaban de gran mañana en
Cercedilla y terminaban, si es que terminaban, como el rosario de la aurora.
Lean, si no, el
escrito dirigido por Antonio de Luna García, presidente del Patronato del
Puerto de Navacerrada, al ministro de Obras Públicas en abril de 1951, porque
es de toma pan y moja: “Si el ferrocarril eléctrico contase con un quitanieves
se evitarían las interrupciones de tráfico hoy por desgracia tan frecuentes, el
dejar a los viajeros a 6 ó 7 kilómetros del final del trayecto de noche y en
plena borrasca, y espectáculos que tanto dañan al deporte y al turismo y
permiten establecer comparaciones vejatorias para nuestro país –como ha
ocurrido en reciente revista extranjera– como los sucedidos a primeros del
pasado mes al ex-rey Humberto de Italia y a la actriz internacional Anna-Bella,
que tuvieron que ser bajados a Cercedilla en trineo improvisado con cajones de
pescado, o a la marquesa de Villaverde el sábado 10 de febrero, en que el tren
de l
as 11 de la mañana arrancó a las cuatro de la tarde y llegó al puerto [de
Navacerrada] tras mil penalidades a las siete, teniendo que dejar en la
estación intermedia de Siete Picos a otro tren de oficiales del ejército que se
dirigían a los cursos de esquí, y en la estación de Cercedilla al resto de
dichos oficios y a cien viajeros que, después de aguardar ateridos a la llegada
del único coche motor útil desde las cuatro de la tarde a las 10 de la noche,
hora en que se incendió el cuadro de comunicaciones de la estación de
Cercedilla por contacto de la línea telefónica con la de alta por una falsa
maniobra del motor que descendía del puerto, sólo pudieron regresar a Madrid a
las 12 de la noche”.
Antes de que se
inaugurara este trenecito de vía estrecha, todavía era peor. Guadarrama era
entonces “la Sierra gris y blanca” de Machado, “la Sierra de mis tardes
madrileñas / que yo veía en el azul pintada”, una línea en el horizonte que
sólo cuatro majaretas –profesores, alumnos y amigos de la Institución Libre de
Enseñanza, sobre todo– osaban cruzar. Uno de aquellos pioneros, Manuel González
de Amezúa, nos ha dejado este simpático relato de cuando subía a patinar (aún
no se decía esquiar) a las laderas del Ventorrillo, no lejos del puerto de
Navacerrada, con unas tablas de madera que le habían proporcionado unos
noruegos que regentaban una serrería en la sierra: “En aquellos años [primera
década del siglo], el único transporte posible desde Madrid era el tren que nos
dejaba en aquel lugar solitario y desierto llamado Cercedilla, desde donde nos
trasladábamos a pie hasta el Ventorrillo. El servicio ferroviario de aquel
tiempo era escaso, lento y muy espaciado, con un material deplorable, sin
calefacción, comunicación entre coches ni ninguno de los adelantos modernos. El
viaje de ida llevaba tres horas largas, y el de vuelta, había de hacerse
dejando Cercedilla muy temprano. Sin embargo, qué entusiasmo el nuestro que, a
pesar de todo ello, iniciábamos la áspera subida a la casilla de peones
camineros del Ventorrillo, dejando impúnemente las prendas que nos estorbaban
colgadas de las ramas de los árboles, en la seguridad de encontrárnoslas a
nuestro regreso… Años más tarde, el tendido del ferrocarril eléctrico al puerto
de Navacerrada puso este lugar tan aislado hasta entonces al alcance de los
bolsillos más modestos y de los excursionistas más comodones, contribuyendo con
esa facilidad a hacerlo tan vulgar e insoportable, particularmente en las
épocas de nieve, que ya hoy hay que pensar en buscar otros parajes”. Comoquiera
que la subida al Ventorrillo era penosísima, y se pasaba junto al viacrucis del
antiguo cementerio de Cercedilla, y –para más inri– aquellos esforzados
trepaban con las tablas cargadas sobre los hombros, a su camino le llamaron el
atajo del Calvario. Y a fe que lo era.
Así de fatigados
andaban los exploradores de la sierra cuando, el 5 de junio de 1917, se
constituyó el Sindicato de Iniciativas del Guadarrama, con el propósito primero
de construir un ferrocarril de vía estrecha entre Cercedilla y el puerto de
Navacerrada, para lo cual se efectuó un depósito inicial de ocho mil pesetas.
En la primera memoria del
Sindicato de Iniciativas del Guadarrama, de 1917, podemos leer los pintorescos
motivos que impulsaron la construcción del ferrocarril, formulados con prosa
igualmente pintoresca: “Muchísimas veces, en nuestras excursiones a la Sierra
de Guadarrama, hemos oído lanzar a nuestro alrededor esta exclamación: ¡¡Si
esta Sierra estuviera tan cerca de París o de Londres como lo está de Madrid,
estaría cuajada de tranvías, funiculares, hoteles, campos de sport, etc.!!
Todos asentíamos y no faltaba quien agregase: ¡Ya vendrá una compañía francesa
o inglesa que lo haga!… Sin embargo, en los tiempos que corremos de afirmación
nacional y de exclusivismos patrios, varios dimos en pensar por qué había de
ser una sociedad extraña la que hiciera todo esto y no nosotros mismos. ¿Es el
problema inabordable a una entidad española? Evidentemente, no”.
El tendido de la vía
férrea se consumó, como hemos visto, pocos años más tarde, en 1923; el
Sindicato emprendió asimismo la construcción del hotel Victoria en el puerto de
Navacerrada y la urbanización de algunos terrenos a la vera de ferrocarril
–como la lujosa colonia de Camorritos–, pero afortunadamente para la naturaleza
madrileña, otros proyectos que bullían en los frenéticos cerebros del
Sindicato, como la prolongación de la vía hasta casi las lagunas de Peñalara, o
el tendido de dos funiculares aéreos a las cumbres de Cabezas de Hierro y
Peñalara, o la conexión del Eléctrico con la línea Madrid-Burgos a través del
alto valle del Lozoya, se quedaron en agua de borrajas, y no por falta de
ganas, sino de dinero, que entonces no había escrúpulos ecológicos. (Ni tampoco
ahora, todo hay que decirlo, pero ésa ya es harina de otro costal).
Creado, pues, con capital
privado, el Eléctrico pasó años muy difíciles durante y después de la Guerra
Civil, como todo el mundo, y no fue hasta su incorporación a Renfe, en marzo de
1954, cuando se garantizó su explotación, ruinosa se mire por donde se mire,
aprobándose de paso la prolongación hasta el puerto de Cotos del trazado
original, que, de poco más de 11 kilómetros, pasaba así a sumar un total de 18.
Cuentan las malas lenguas
que el tren estaba en un tris de desaparecer cuando sucedieron dos hechos
providenciales: el primero, la celebración, en el invierno de 1950-51, de una
competición de esquí entre deportistas españoles, andorranos y franceses en el
puerto de Navacerrada; el segundo, la asistencia a la entrega de premios de
Carmen Franco y Polo, a la sazón embarazada de Carmencita. Finalizado el acto,
se desencadenó una nevada de aquí te espero, la carretera fue cerrada al
tráfico, la hija de Franco empezó a encontrarse mal y, de no ser por los más de
cien operarios que se habían ocupado de mantener expédita la vía del Eléctrico,
nadie sabe lo que allí hubiera ocurrido. Lo que sí parece claro es que, de
resultas de estos hechos, el ministerio de Obras Públicas tomó conciencia de lo
útil que podía ser este tren y, casi como en agradecimiento a los servicios
prestados, empezó a estudiar la posibilidad de adquirirlo, como así fue.
Asegurada su
supervivencia, el Ferrocarril Eléctrico del Guadarrama ha sabido mantener el
tipo a lo largo de las últimas seis décadas, trepando sin flaquear por
pendientes del seis por ciento, a través de la niebla y la cellisca, de la
nieve y el vendaval, y aunque caigan vacas del cielo, ofreciendo a los
pasajeros el espectáculo de los valles del cóncavo de Siete Picos, de
Navalmedio y de Valsaín, donde arraigan los pinares más hermosos de la
creación. Un lunes, o un martes, lo veréis subir casi de vacío. Pero cuando
llega el fin de semana… Cuando llega el fin de semana, es el mismo camarote de
los hermanos Marx que tantas veces hemos disfrutado en nuestras incursiones
serranas: “Llegados a Cercedilla, ya antes de detenerse la unidad eléctrica de
Renfe”, recuerda Javier Aranguren, autor de una excelente monografía sobre el
Eléctrico, “nos bajábamos como podíamos –las portezuelas acabaron siendo no
automáticas– y corriendo atravesábamos la sala de venta de billetes para,
saliendo a la carretera, subir por ésta hasta la entrada que a 30 metros tenía
el Eléctrico, y una vez en ella, por un angosto camino se llegaba al andén
donde, para más emoción, esperaba un solo coche motor a aquella masa. Habitual
de aquella reunión era la Guardia Civil, que intentaba poner orden sin
conseguirlo, los sufridos ferroviarios (que soportaban el mal humor de muchos
viajeros) y el resto, nosotros, que entrábamos a sangre y fuego en el vehículo…
Una vez todos dentro, como podíamos (algún bajito, prensado, no pondría los
pies en el suelo en todo el trayecto), la suave marcha de la unidad circulando
sobre una vía en muy malas condiciones, y los garrotes que tenía –innumerables–
iban consiguiendo, con sus golpes, el ir ajustando a todos para permitir un
levísimo movimiento de nariz, a la vez que notar las ataduras durísimas de los
esquís del vecino a la altura del hígado, y los pelos del gorro de lana de la
vecina en la boca. Después, el sufrido interventor, que poco menos que volaba
por aquel enjambre de gente buena (un porcentaje alto con su correspondiente
billete), canciones, hasta que el maquinista salía por la puerta del testero
una vez detenido el tren y, a voces, decía que de allí no pasábamos… Después,
sacaba como podía la pértiga del teléfono portátil, levantaba el largo palo
hasta enganchar un pequeño garfio sobre el hilo superior de los dos que tenía
el hilo telefónico al lado de la vía, y tirando del palo hacia abajo conseguía
que otro garfio conectara con el hilo inferior, y así, enchufado el cable al
coche, daba vueltas a la manivela de la magneto y creo que oyendo mejor por el
valle que por la línea telefónica, a grandes voces, decía más o menos:
¡¡¡Cercedilla!!! ¡¡¡No paso de Peña Hueca… está lleno de nieve!!! ¡¡¡¿Subís con
las palas o bajo?!!!”.
Senderistas, escaladores,
ciclistas de montaña y esquiadores equipados con materiales y fibras futuristas
componen hoy el festivo pasaje del eléctrico. Los tiempos han cambiado, pero si
aguzáis bien el oído, escucharéis, a la caída de la tarde, un aullido que no es
de este mundo resonando en el cóncavo de Siete Picos. Es el último tren que
baja del puerto de Navacerrada y sigue la senda de los lobos y de tantos y
tantos espíritus buenos como deambulan por la sierra de Guadarrama.
Cómo llegar. El Eléctrico forma
parte de la denominada Zona Verde o C-9 de la red madrileña de Cercanías, desde
cualquier punto de la cual se puede acceder a Cercedilla, estación de partida
del mismo. Horario. Hay cuatro trenes diarios desde Cercedilla, a las 9.35,
11.35, 14.35 y 16.35. La duración del recorrido es de 24 minutos hasta el
puerto de Navacerrada y de 41 hasta el de los Cotos. Precio. 8,40 euros cada
trayecto desde cualquier punto de la red de Cercanías. Más información.
Cercanías Renfe y Turismo de Cercedilla.
as 11 de la mañana arrancó a las cuatro de la tarde y llegó al puerto [de Navacerrada] tras mil penalidades a las siete, teniendo que dejar en la estación intermedia de Siete Picos a otro tren de oficiales del ejército que se dirigían a los cursos de esquí, y en la estación de Cercedilla al resto de dichos oficios y a cien viajeros que, después de aguardar ateridos a la llegada del único coche motor útil desde las cuatro de la tarde a las 10 de la noche, hora en que se incendió el cuadro de comunicaciones de la estación de Cercedilla por contacto de la línea telefónica con la de alta por una falsa maniobra del motor que descendía del puerto, sólo pudieron regresar a Madrid a las 12 de la noche”.
En la primera memoria del
Sindicato de Iniciativas del Guadarrama, de 1917, podemos leer los pintorescos
motivos que impulsaron la construcción del ferrocarril, formulados con prosa
igualmente pintoresca: “Muchísimas veces, en nuestras excursiones a la Sierra
de Guadarrama, hemos oído lanzar a nuestro alrededor esta exclamación: ¡¡Si
esta Sierra estuviera tan cerca de París o de Londres como lo está de Madrid,
estaría cuajada de tranvías, funiculares, hoteles, campos de sport, etc.!!
Todos asentíamos y no faltaba quien agregase: ¡Ya vendrá una compañía francesa
o inglesa que lo haga!… Sin embargo, en los tiempos que corremos de afirmación
nacional y de exclusivismos patrios, varios dimos en pensar por qué había de
ser una sociedad extraña la que hiciera todo esto y no nosotros mismos. ¿Es el
problema inabordable a una entidad española? Evidentemente, no”.
El tendido de la vía
férrea se consumó, como hemos visto, pocos años más tarde, en 1923; el
Sindicato emprendió asimismo la construcción del hotel Victoria en el puerto de
Navacerrada y la urbanización de algunos terrenos a la vera de ferrocarril
–como la lujosa colonia de Camorritos–, pero afortunadamente para la naturaleza
madrileña, otros proyectos que bullían en los frenéticos cerebros del
Sindicato, como la prolongación de la vía hasta casi las lagunas de Peñalara, o
el tendido de dos funiculares aéreos a las cumbres de Cabezas de Hierro y
Peñalara, o la conexión del Eléctrico con la línea Madrid-Burgos a través del
alto valle del Lozoya, se quedaron en agua de borrajas, y no por falta de
ganas, sino de dinero, que entonces no había escrúpulos ecológicos. (Ni tampoco
ahora, todo hay que decirlo, pero ésa ya es harina de otro costal).
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